Noticias
Crítica: por qué lo nuevo del Ballet Nacional del Sodre es diferente a todo lo que se ha visto
El BNS tiene nuevo espectáculo, «Gala de Ballet», en el que combina «Sen Chopina» de Marina Sánchez con «Minus 16» del israelí Ohad Naharin.
Podría haber sido un día más: un sábado cualquiera al comienzo de cualquier invierno en el que una se levanta, desayuna, limpia y ordena la casa, cocina, come, lee un poco, se baña, se viste, se abriga y manda un mensaje que dice: “Estoy yendo”. Llega. Entra al teatro, se sienta en la butaca asignada, mira alrededor y también al escenario: el telón negro y pesado de la sala Eduardo Fabini del Auditorio Nacional del Sodre está bajo y no da señales de nada importante.
Podría haber sido un día más: un sábado cualquiera al comienzo de cualquier invierno. Pero el sábado 25 de junio sucedió eso que pasa a veces —muy pocas— cuando una se encuentra con algo que no se parece a nada. Es algo distinto, intenso, difícil, vehemente. Es algo que entra al cuerpo y lo recorre entero. Y se queda ahí, impregnado, bien adentro.
El jueves 23 el Ballet Nacional del Sodre (BNS), dirigido por María Noel Riccetto, estrenó una gala conformada por dos obras: Sen Chopina, de la coreógrafa uruguaya Marina Sánchez, y Minus 16, del israelí Ohad Naharin.
La obra de Marina —clásica, distinta a lo que viene explorando en los últimos años en trabajos que mezclan el clásico y el contemporáneo con el tango y la milonga— fue una caricia. Una mujer mira un cuadro y se mete dentro de él. Es un cuadro de otoño con música de Chopin: una pieza roja, anaranjada y amarilla. No hay argumento, ni historia, ni personajes. Hay, sí, un pianista en vivo —Esteban Urtiaga, que trabajó en la investigación y adaptación— y una coreografía suave y delicada, cálida, que colocó al público en un lugar tranquilo y calmo.
Pero entonces vino el intervalo —ese tiempo muerto entre una pieza y otra en el que se baja el telón, se prenden las luces y se abren las puertas y no sucede nada— y Ciro Tamayo, primer bailarín del BNS, se paró al frente del escenario, delante del telón bajo, y miró al público. Y de pronto, sin pedir permiso ni buscar atención, empezó a moverse y rompió con todo lo tranquilo, con todo lo quieto que había dejado la coreografía anterior.
Bailó de una forma extraña, ajena a cualquier estructura, a cualquier pretensión. Lo hizo como si los movimientos salieran de los músculos y no de la cabeza: se tiró al suelo, rodó, puso las piernas detrás de la nuca, se sacó los zapatos, se besó un pie, hizo equilibrio, saltó, rodó por el piso, se dobló, tembló y bailó con los ojos cerrados como si bailar se tratara solo de eso: de sentir esa electricidad.
La obra siguió más o menos, así: sobre el escenario había 19 bailarines parados ante unas sillas dispuestas en un semicírculo. Todos lucían idénticos: traje y gorro negro, camisa blanca. La voz de una mujer dijo algo así: “La ilusión de la belleza y la delgada línea que separa la locura de la cordura”. Entonces interrumpió, como un estruendo, una música potente y áspera, que sonó con la intensidad de una plegaria. Tenía letra pero yo no la podía comprender. Se trataba, supe después, de una canción tradicional judía: “Echad Mi Yodea”.
Los bailarines empezaron a moverse con movimientos bruscos y concretos, utilizaron las sillas para hacer una danza que se repitió una y otra vez como si fuera un ritual, y en el medio de todo eso reproducían una frase que tampoco logré entender. Decían, supe después, esto: “Uno es nuestro Dios en los cielos y en la Tierra”. La gritaban de la misma forma en la que bailaban: como si tuvieran que salvarse de algo, como si tuvieran que salvarnos de algo.
Me senté sobre el borde de la butaca. Puse toda mi atención en el escenario. Intenté entender lo que estaba pasando. Qué era lo que estaban diciendo con esa danza frenética, casi animal. A qué lugar querían llevarme. Pero entonces, como si lo que estaba sucediendo me hubiese sumergido en un estado de hipnosis, me di por vencida y entendí una cosa: quizás no se trataba de entender. En todo caso, se trataba de dejarse impactar, de la vulnerabilidad ante una pieza que era distinta a todo lo que había hecho el Ballet Nacional y distinta a todo lo que yo había visto jamás.
Lo que siguió es inexplicable. Y quizás eso haya sido lo que cambió el rumbo de un día cualquiera, lo que generó una grieta y dejó que pasara la luz. Eso que no se puede decir porque no se termina de comprender, eso que tiene que ver con el misterio y con la belleza, con la ilusión de la belleza. Es eso que tiene esta obra que no termina de develar un sentido, que deja que el espectador sienta lo que sea que esté sintiendo en ese momento.
Porque aunque sucedieron cosas en el medio, como un dúo increíble que bailaron Alfonsina González y Sergio Muzzio, lo que ocurre cuando 19 bailarines rompen con todas sus estructuras y se mueven con todo el cuerpo —como si no existiese nadie más, como si bailar fuera la expresión más acertada de la libertad—, cuando se los ve a todos iguales en un baile espasmódico, esquizofrénico y sin control disfrutando de una forma primitiva, animal, es una experiencia que atraviesa el espacio y se mete en el cuerpo de quien los mira y le deja como un eco, como una reverberación de toda esa energía, de todo ese misterio, de toda esa locura. De todas esas ganas de vivir.
«Gaga», el lenguaje del coreógrafo Ohad Naharin
Se llama Gaga. Eso que pasa en Minus 16 y en todas las creaciones de Ohad Naharin, uno de los coreógrafos más importantes de la actualidad. Gaga, dice el coreógrafo en el documental de Netflix En movimiento fue la primera palabra que pronunció en su vida. O esa es la historia que le gusta contar. Gaga es, también, el nombre que utilizó para designar a un tipo de lenguaje: el suyo.
Dice que explicar de qué se trata es como intentar contar un sueño: siempre se fracasa en el intento. Que no le gusta hablar sobre su trabajo, que solo hay que verlo. Pero también dice cosas como estas: que bailar lo enciende, que lo conecta con todas las sensaciones de su cuerpo, que puede conectarse con su forma, con la pasión, con el sentido de la existencia. Que bailar, dice, es estar en el ojo del huracán y que se trata de escuchar al cuerpo antes de decirle qué hacer, de no buscar la simetría ni la perfección ni todo eso que hace que el ballet clásico sea lo que es.
Y eso es lo que sucedió cuando, de pronto, los bailarines caminaron entre el público. Buscaron. Eligieron a algunas personas y las invitaron a bailar con ellos. Subieron al escenario. Bailaron juntos y entonces todo tuvo otro sentido. Porque fue exactamente en ese momento —cuando vi la manera en la que se movían esas personas, la alegría con la que miraban— en el que comencé a entender que quizás Minus 16 sea una oda al movimiento.
Y así, de pie, mientras todo eso sucedía alrededor, me emocioné y lloré y pensé en que ese sábado que podría haber sido un día cualquiera de un invierno cualquiera yo, que no creo en muchas cosas, tuve una certeza: que bailar salva a cualquier persona.
Nota: El País